Dicen que una vez, hace muchísimos años, vivía en tierras de Segovia un gran rey. El rey era viudo y tenía una sola hija, a quien quería y mimaba como a nadie en el mundo.
La princesa, de aspecto agraciado, iba cumpliendo la edad de casarse y se esperaba la hora de que algún pretendiente pidiera su mano y la desposara. Pero el viejo rey aguardaba con espanto el día en que un príncipe de su rango pidiera su mano y se la llevase de la corte para siempre.

Todas las doncellas corrieron asustadas hacia el bosque, llamando a la guardia, y sólo la princesa, serena y firme, se quedó quieta... y sonrió a los forasteros. Los soldados del rey acudieron en seguida; pero Hércules los rechazó de un manotazo, y doncellas y guardias huyeron hacia el poblado para advertir al monarca.
El viejo soberano pareció recibir la noticia con benevolencia. Hospedó al extranjero en su corte, y hasta pareció acceder cuando, días más tarde, el joven le pidió la mano de su hija. Pero una mañana, cuando el forastero y Hércules partieron para fundar Segovia, el rey mandó llamar a la princesa, y partió con ella a caballo hacia la serranía. Aquellos montes eran en aquel entonces un bosque intrincado de pinos y abetos oscuros.
Pasaron las horas silenciosas y lentas y, al anochecer, el rey volvió solo a palacio. En el poblado, todo era barullo y alegría. Se preparaba la marcha de los extranjeros y se celebraban al mismo tiempo los esponsales de la princesa. El rey cruzó sombrío por la fiesta y se aisló en el fondo de su palacio. Pasaron las horas. El príncipe no podía contener su impaciencia. Nadie le daba razón de la princesa. La fiesta y el barullo le agobiaban, y quiso estar solo. Montó, pues, a caballo y galopó hacia el bosque, hacia aquella praderita, donde por vez primera vio a la princesa entre sus juegos.
Cruzó el llano, y en la ladera del monte, al salir a un claro, divisó, de repente, tendida en medio de la pradera, una forma suave y blanca, con las manos cruzadas sobre el pecho. Era la princesa, muerta.
La leyenda cuenta que el príncipe mandó a Hércules tallar en aquellos mismos montes el cuerpo de la joven. Dicen que el príncipe desapareció por los aires y que, desde entonces, convertido en nube, viene de vez en cuando a la sierra, a contemplar a su amor... Son esas nubes que se quedan prendidas como jirones, insistentemente, en frente de la Mujer Muerta.
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